Todos conocemos a alguien que parece tener una habilidad especial para amargarse la vida. Vive en modo queja, nervioso y angustiado por cosas que luego nunca llegan a suceder, o que no son en absoluto situaciones tan graves como para implicar ese nivel de sufrimiento y preocupación.
Intentamos ayudar, intentando razonar para hacer que se calme y pueda ver más allá, pero no lo conseguimos (o incluso acaban enfadándose). Hacen un pronóstico y se dejan profetizar por lo que, en realidad, es tan sólo una creencia; el problema es que no se dan cuenta de cómo esas creencias les llevan a actuar como si el hecho temido ya estuviera sucediendo, precipitándose en la clásica profecía autocumplida.
El tema no es que les guste la queja, es que no saben vivir de otro modo puesto que su problema no está ahí fuera, sino que hunde sus raíces en una profunda inseguridad interior. Su llamada no busca tu ayuda para solucionar unos problemas inexistentes, busca el desahogo de su conflicto interno, busca compasión, busca una respuesta de seguridad que ellos son incapaces de darse y que, probablemente, nunca recibieron.
No hay malas intenciones, no es egoísmo pero, muchas veces, convierten a las personas de su entorno es una especie de “cubo de basura emocional”, en el que volcar toda su angustia.
Esta persona no ha aprendido mecanismos para el manejo de ciertas emociones y situaciones, no ha adquirido el sentimiento de confianza o seguridad básico para navegar por los torrentes de la vida. Su autoestima es baja; en el fondo no se sienten capaces y por ello desencadenan los pensamientos negativos recurrentes.
Su voz interior es terriblemente dura, siempre buscando el fracaso. Desconfían del mundo y de sí mismos. Sienten que después de la tormenta nunca llega la calma. Para él, llueve eternamente. De pequeños no aprendieron a controlar su pequeña parcelita de mundo y, al crecer, el mundo se volvió demasiado grande y atemorizante.
Crecen enviándose viejos mensajes conocidos en los que los problemas son algo estable y generalizado. Que siempre les pasa lo mismo, que nada de lo que hagan sirve, que el mundo es un lugar cruel en el que hay que sobrevivir y luchar, en lugar de disfrutar y crear oportunidades. No hay espacio para la felicidad, la calma, la paz interior y la autocompasión.
La primera regla de la salud mental es no sufrir por causas imaginarias. Pensar que te van a echar del trabajo cuando aún nadie te ha notificado nada. Creer que tu pareja te va a abandonar tras una simple discusión. Pensar que tienes problemas graves con personas sin haber hablado antes con ellas. Cuando anticipamos situaciones que, en realidad, no están confirmadas, nos complicamos la vida de una manera absurda e innecesaria.
Los problemas hay que prevenirlos o solucionarlos con actos, no con pensamientos recurrentes y obsesivos que lo único que consiguen es angustiarnos. Hay cosas que están bajo nuestro control, pero otras no. La vida es, en muchos casos, incertidumbre. Aprender a distinguir lo que podemos manejar de lo que no podemos es una de las lecciones más importantes de esta vida.
Acepta, asume, vive de la mejor manera que puedas. La felicidad no es una meta, es un estado emocional que se puede sentir en el día a día a través de las pequeñas y grandes cosas positivas que suceden en nuestra vida.
Como dice la famosa frase: si un problema tiene solución, ¿por qué te preocupas? Y si no tiene solución, ¿por qué te preocupas?
-Helena Arias-