Le Preguntaron a Mahatma Gandhi cuáles son los factores que destruyen al ser humano. Él respondió así: La Política sin principios, el Placer sin compromiso, la Riqueza sin trabajo, la Sabiduría sin carácter, los Negocios sin moral, la Ciencia sin humanidad y la Oración sin caridad.
La vida me ha enseñado que la gente es amable, si yo soy amable; que las personas están tristes, si estoy triste; que todos me quieren, si yo los quiero; que todos son malos, si yo los odio; que hay caras sonrientes, si les sonrío; que hay caras amargas, si estoy amargado; que el mundo está feliz, si yo soy feliz; que la gente es enojona, si yo soy enojón; que las personas son agradecidas, si yo soy agradecido.
La vida es como un espejo: Si sonrío, el espejo me devuelve la sonrisa. La actitud que tome frente a la vida, es la misma que la vida tomará ante mí. El que quiera ser amado, que ame. Estamos tan condicionados y programados, para pensar y comportarnos de una determinada manera que en la sociedad actual ser auténtico es un acto casi revolucionario.
La sociedad contemporánea se ha convertido en un gran teatro. Al haber sido educados para comportarnos y actuar de una determinada manera, en vez de mostrarnos auténticos, honestos y libres -siendo coherentes con lo que en realidad somos y sentimos-, solemos llevar una máscara puesta y con ella interpretamos a un personaje que es del agrado de los demás.
Si bien bien vivir bajo una careta nos permite sentirnos mas cómodos y seguros, con el tiempo conlleva un precio muy alto: La desconexión de nuestra verdadera esencia, y en algunos casos, de tanto llevar una máscara puesta, nos olvidamos de quiénes éramos antes de ponérnosla.
Lo cierto es que algunos sociólogos coinciden en que en nuestra sociedad ha triunfado el denominado “pensamiento único”, es decir, “la manera normal y común que tenemos la mayoría de pensar, comportarnos y relacionarnos”. Así, al entrar en la edad adulta solemos ser víctimas de «La patología de la normalidad». Esa sutil enfermedad descrita por el psicoterapeuta alemán Erich Fromm, consiste en creer que la sociedad considera «normal» es lo «bueno» y lo correcto para cada uno de nosotros, por más que vaya en contra de nuestra verdadera naturaleza.
«Dime de qué presumes y te diré de qué careces».
A pesar del malestar generalizado, solemos priorizar el «cómo nos ven» al «cómo nos sentimos». Tanto es así que para muchos la pregunta de cortesía “¿cómo estás?” supone todo un incordio. La mayoría nos limitamos a contestar mecánicamente: “Bien, gracias”. Y en caso de no poder estaquearnos, enseguida redirigimos la conversación hacia cualquier “charla banal”. Es decir, la utilizamos para fingir que nos estamos comunicando, cuando en realidad lo único que estamos haciendo es llenar con palabras un potencial silencio incómodo.
En este contexto social, algunos individuos ocultan sus miserias y frustraciones tras una fachada artificial que seduzca e impresione a los demás. La paradoja es que cuanto más intentamos aparentar y deslumbrar, más revelamos nuestras carencias, inseguridades y complejos ocultos. De hecho, la vanidad no es más que una capa falsa que utilizamos para proyectar una imagen de triunfo y de éxito. Es decir, la máscara con la que en ocasiones cubrimos nuestra sensación de fracaso y vacío.
Si lo pensamos detenidamente, ¿Qué es el «Respeto»?. ¿Qué es el «Prestigio»?. ¿Qué es el «Estatus»?. ¿Qué tipo de personas lo necesitan?. En el fondo no son más que etiquetas con las que cubrir la desnudez que sentimos cuando no nos valoramos por lo que somos. En este sentido, ¿qué más da lo que piense la gente?. De hecho, ¿quién es la gente?. Nuestra red de relaciones es en realidad un espejismo.
En cada ser humano vemos reflejada nuestra propia humanidad. Por eso se dice que los demás no nos dan ni nos quitan nada; son espejos que nos muestran lo que tenemos y lo que nos falta. La gente no nos ve tal y como somos, sino como la gente es. O como dijo el filósofo Immanuel Kant, «no vemos a los demás como son, sino como somos nosotros». De ahí que la opinión de otras personas solo tiene importancia si nosotros se la concedemos.
“La verdad que nos libera suele ser la que menos queremos escuchar”. (Anthony de Mello)
No importa quiénes seamos, qué decisiones tomemos o cómo nos comportemos. Hagamos lo que hagamos con nuestra vida, siempre tendremos admiradores, detractores y gente a quien resultemos indiferentes. Pero entonces, si nuestras relaciones se sustentan sobre este juego de espejos y proyecciones, ¿por qué fingimos? Seguramente por nuestra falta de confianza y autoestima.
Para cultivar una sana relación de amistad con nosotros mismos, lo único que necesitamos es modificar la manera en la que nos comunicamos con nosotros a través de nuestros pensamientos. Solo así podremos aceptarnos, respetarnos y amarnos por el ser humano que somos, con nuestras cualidades, virtudes, defectos y debilidades. Lo demás son comentarios, ruido que hace la gente para no escuchar su propio vacío.
Lo que está en juego es nuestra libertad para ser «auténticos», convertirnos en quienes verdaderamente somos, siguiendo los dictados de nuestra propia voz interior. Eso sí, debido a las múltiples capas de cebolla con las que hemos sido condicionados, hoy día ser uno mismo es un acto revolucionario.
«En vez de mostrarnos auténticos, honestos y libres, solemos interpretar un personaje que es del agrado de los demás».
-Esteban Pérez-