Siempre que estamos delante de niños hablamos con cuidado, porque no queremos que ellos aprendan palabras incorrectas o porque no queremos que las pronuncien sin control y puedan hacernos pasar vergüenza en cualquier momento. ¡Claro! Los niños dicen muchas cosas sin detenerse a pensar en el efecto que puede causar el hecho de que las pronuncien en un determinado contexto. Somos conscientes del gran poder de nuestras palabras.
Así son las palabras para nuestra vida, nuestra vida toma la acción que tienen las palabras que decimos. Es por eso que pensar antes de hablar tiene mucho sentido, pues nos evita muchas situaciones incómodas y desagradables.
Las palabras tienen el poder de crear y de destruir
Nuestras palabras tienen el poder de crear y el poder, también, de destruir. El mejor ejemplo de esto lo podemos apreciar en una amistad o una relación. Cualquier palabra fuera de lugar o que pueda generar algún tipo de malentendido, quizás provoque la ruptura de ese vínculo.
Incluso la ausencia de las palabras puede ocasionar algún tipo de problema. En las relaciones de pareja, sobre todo, la comunicación es sumamente importante. Sin embargo, siempre hay algún secreto o algo que no se le cuenta a la pareja “por su bien” y que termina derivando en una serie de conflictos muy difíciles de abordar y superar.
Pero, el poder de nuestras palabras es mucho más poderoso. Su capacidad de crear y de destruir también es aplicable a nosotros mismos. No escucharnos, dedicarnos afirmaciones negativas y reprimir lo que deseamos decir son algunas de las múltiples maneras en las que nos haremos daño, nos sentiremos frustrados y en las que, tal vez, consigamos alimentar una baja autoestima.
Si tú no te dedicas palabras bonitas nadie lo hará. Porque tal y como te ves, así te verán los demás. Hemos aprendido a dedicarles estas palabras a los demás, pero ¿qué pasa con nosotros? Parece que no sabemos darnos el valor que merecemos, nos ponemos en un segundo lugar y esto provoca determinados problemas. Es entonces cuando los “soy incapaz” o “no puedo” se hacen eco en nuestra vida llegando a ser una realidad.
Reeducando nuestro vocabulario
Llegados a este punto, sería ideal reeducar, alimentar y restaurar nuestro vocabulario. A medida que vamos creciendo y madurando vamos perdiendo nuestra inocencia. Esto puede hacer que nuestra capacidad para crecer disminuya. Así, empezamos a dudar de nosotros mismos, a ver lo negativo y lo feo, en vez de lo positivo y lindo, a desconfiar antes de conocer.
Con expresiones cotidianas del tipo “¿No hay comida?” o “¿Hay comida?” a primera vista prácticamente la pregunta es la misma, pero en la primera ya estamos condicionando que no hay. Por lo tanto, empiezan a surgir una serie de afirmaciones como: Soy pobre. No tengo. Soy incapaz. No sé. Ni siquiera lo intentaré.
Si digo no puedo, es cierto ¡no puedo! Pero si digo ¡sí puedo! también es cierto porque lo dije también. A las palabras no se las lleva el viento, quedan enganchadas en nuestra mente y en nuestro corazón y así van dirigiendo nuestra vida, por el camino que le vamos indicando.
Si nuestro vocabulario es pobre y pesimista, así será nuestra vida. Queremos abundancia, queremos paz, queremos ser felices, etc., pero con nuestra boca declaramos todo lo contrario. Cuando la incoherencia impregna nuestra existencia, lo que deseamos jamás llegará a cumplirse.
De nuestras palabras depende nuestro futuro, así que empecemos a cambiar nuestra vida, cuidando las palabras que decimos y nuestra forma de hablar. Hagámoslo como si estuviéramos rodeados de niños siempre y nuestra vida se dirigirá por ese camino que deseamos transitar.
Las palabras no se las lleva el viento, las palabras tienen el poder de curar o herir. Piensa bien antes de hablar, a veces permanecer callados es la mejor opción. Habla de tal manera que en tu alma y en la de los demás quede la paz.
Fuente: La mente es maravillosa