Siempre lista para resolver los problemas de todos. Siempre, aunque doliera mucho. Siempre, a pesar del cansancio. Postergándose, infinitamente.
El cuerpo no pudo sostener ese camino. Aparecieron múltiples enfermedades que no respondían al tratamiento médico. Es que no eran bacterias, ni el metabolismo, ni virus. Era estrés, frustración, angustia.
Nadie se dio cuenta. Todos pensaban que ella siempre podía, que era la más fuerte, que no necesitaba a nadie.
En esa soledad de abrazos que nunca llegaban, de una calma no permitida, de una demanda que nunca cesaba, de lágrimas que nunca vieron, ella tocó fondo.
Pasó a ser la «loca», la que tenía crisis injustificadas, la que todos mandaban al psiquiatra. Y en ese fondo de angustia e impotencia, pudo «darse cuenta». Darse cuenta que cuando no hay otros brazos, puede abrazarse sola.
Darse cuenta que el tiempo no tienen que dárselo, ella tiene que tomarlo. Que no sirve esperar que el otro haga lo que ella haría, porque es otro. Darse cuenta que a veces, los «no» son necesarios.
La abnegación puede ser una virtud moral, pero nada tiene que ver con la salud mental. Es sacrificio. Y el sacrificio constante duele, enferma.
Cuando das la vida por otro, pierdes la tuya. Es como un suicidio en cámara lenta. Es morirse un poco todos los días. Sacrificio, dolor, enfermedad, suicidio, muerte.
Ese no es el camino. No debe serlo. De ese camino sólo se sale amándose. Amor propio, aceptación, amor por el otro, vínculos «de ida y vuelta», felicidad, vida.
Ese si es el camino