¿Qué efecto tienen sobre nuestra mente todos esos textos de los que vivimos rodeados? La época en que vivimos podría parecer profundamente letrada. Por momentos parece que el lenguaje escrito tiene más presencia que nunca en nuestra historia, que nosotros mismos no paramos de leer y por todos lados estamos rodeados de escritura.
Pero, como ocurre con otros elementos que alimentan el frenesí contemporáneo en que vivimos, vale la pena hacer una pausa para reflexionar sobre la calidad de dichos mensajes. Quizá leemos más que hace algunas décadas, ¿pero eso significa que leemos mejor? ¿Qué está pasando con nuestra capacidad para concentrarnos? ¿Tenemos aún la paciencia necesaria para leer novelas como Guerra y paz o En busca del tiempo perdido? Si no, si la brevedad e inmediatez de los contenidos de internet parecen haber atrofiado nuestra capacidad de demorarnos y disfrutar en la espera, ¿eso significa que hemos perdido para siempre la posibilidad de embarcarnos en esas travesías lectoras?
Estas preguntas podrían sonar un tanto azarosas, pero en el fondo tienen una misma preocupación: en la historia del desarrollo de las civilizaciones humanas, la cultura escrita ha sido por muchos siglos uno de los alimentos fundamentales del pensamiento.
Así como la dieta da forma a nuestro cuerpo y las experiencias de vida moldean nuestra personalidad, del mismo modo nuestras lecturas pueden definir, en un grado importante, el itinerario de nuestras ideas.
La filosofía suele mostrarnos el camino de la reflexión, la duda y la crítica. La literatura nos enseña a entendernos a nosotros mismos y a quienes nos rodean, con lo cual también puede avivar la compasión que ya existe en nuestro interior. Las lecturas científicas expanden nuestro conocimiento del mundo que habitamos y de sus fenómenos. La poesía ilumina la existencia, en la medida en que nos descubre el mirar y vivir la vida estéticamente. Hay ensayos que nos provocan y nos desafían a pensar diferente; otros sólo desean mostrarnos algo que ignorábamos.
En todos estos casos es posible además tener de la lectura el primero y el último de sus dones: el placer. Más allá de la información, de la cultura, de la apertura de horizontes, de los efectos en nuestro cerebro y nuestra memoria, de la empatía que genera, lo cierto es que leer también puede llegar a ser muy placentero.
Siguiendo la estela de Nietzsche, el filósofo Byung Chul-Han ha señalado el valor de la pausa y el detenimiento en la historia cultural de la humanidad. Sólo cuando el ser humano se detiene –es decir, divaga, se aburre, deja de hacer, sueña despierto, piensa, reflexiona–, es capaz de crear, generar ideas nuevas, atreverse a hacer cosas de forma distinta. Todas las artes, la filosofía y otras obras afines de las que tanto nos enorgullecemos como especie, son resultado de la posibilidad de detenerse y demorarse.
Y la lectura no es la excepción sino más bien una de las mejores formas de practicar ese no-hacer creativo, esa pérdida de tiempo deliciosa en la que nos permitimos no sólo no hacer lo que se supone que deberíamos de estar haciendo, sino además porque a cambio elegimos ese no-hacer a través de algo que nos gusta, que quizá es inútil en términos productivos, que toma su tiempo para poder disfrutarse.
En este punto vale la pena preguntarnos si en esta época en que estamos rodeados de “contenido”, mucho del cual posiblemente “leemos”, qué efectos está provocando esa plenitud de mensajes escritos y la competencia constante en que todos se encuentran para captar nuestra atención.
¿Qué nutrimentos están llegando a nuestra mente con todo lo que leemos a diario?
Por Juan Pablo Carrillo