Categorías: Motivación

¿MIEDO A LA VEJEZ DE TUS PADRES?

En la historia de las familias, hay un momento trascendental en el que los roles se entrelazan, y el orden natural del tiempo parece desdibujarse. Es cuando el hijo se convierte en el padre de su propio padre, y la vida nos presenta un giro emocional que nos invita a enfrentar la vejez y la vulnerabilidad de aquellos que una vez nos cuidaron con amor y devoción.

Es un proceso inevitable y, a veces, desafiante, en el cual los hijos asumen una nueva responsabilidad: ser el apoyo, el refugio y el amor incondicional de sus padres en su última etapa de vida. Esta carta está dedicada a todos aquellos que han experimentado este proceso y han descubierto el poder transformador del amor filial en los últimos días de sus padres.

El hijo es el padre del hombre

-De Carlos Fuentes-

Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido, es cuando el hijo se convierte en el padre de su pa­dre. Es cuando el padre se ha­ce mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla; lento, lento, impreciso. Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño, ya no quiere estar solo.

Es cuando el padre, una vez fir­me e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar. Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y or­denado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana, todo co­rredor ahora está muy lejos. Es cuando uno de los padres, antes dispuesto y trabajador, fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda tomar sus medicamentos. Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa, sino aceptar que somos responsables de esa vida.

Aquella vida que nos en­gendró depende de nuestra vida para morir en paz. Todo hijo es el padre de la muerte de su padre. Tal vez la vejez del padre y de la madre es curio­samente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devol­ver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas. Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.

La pri­mera transformación ocurre en el cuarto de baño. Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera. La barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inau­gurar el «destemplamiento de las aguas». Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos ningún momento. La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. Y nuestros brazos se extende­rán en forma de barandillas.

Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir es­caleras sin escalones. Seremos extraños en nuestra propia ca­sa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimien­to, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseña­dores, ingenieros frustrados.

¿Cómo no previmos que nues­tros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros? Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de ca­racol. Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra. Feliz el hijo que es el padre de su padre antes de su muerte, y pobre del hijo que aparece sólo en el funeral y no se despide un poco cada día.

«Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos. En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuan­do Joe gritó desde su asiento: Deja que te ayude. Reunió fuerzas y tomó por primera vez a su padre en su regazo. Colocó la cara de su padre contra su pecho. Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil, tembloroso. Se quedó abra­zándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su in­fancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo intermi­nable. Meciendo a su padre de un lado al otro. Acariciando a su padre. Calmando él a su padre. Y decía en voz baja: -Estoy aquí, estoy aquí, papá! ¡Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí!».

Ser el padre de nuestros padres es un privilegio que nos da la oportunidad de demostrarles nuestro agradecimiento, amor y gratitud. Es el momento de devolver todo el cuidado y cariño que recibimos durante años, de estar ahí para ellos como ellos estuvieron para nosotros. Es un acto de amor que va más allá de las palabras y se expresa en cada gesto, en cada abrazo y en cada mirada llena de comprensión.

Ser el padre de nuestros padres nos enseña a valorar el tiempo, a disfrutar de cada instante compartido y a comprender que el amor es el vínculo más fuerte que nos une a ellos. Así que, en este viaje de acompañar a nuestros padres en sus últimos días, recordemos siempre que el amor que ofrecemos a nuestros seres queridos se expande y toca a todas las personas que nos rodean, dejando una huella eterna de afecto y cuidado en el corazón de cada uno.

Ama, abraza y acompaña a tus padres con todo tu ser, porque en cada gesto de amor, estamos creando memorias imborrables y dejando un legado de cariño que perdurará más allá del tiempo.

Por Aleja Bama

Aleja

"El trabajo sobre sí mismo está en no mirar, ni juzgar a los demás, sino comprender que todo lo que está a mí alrededor, está en mi interior".

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