En la vastedad del universo, en un rincón divino, se llevó a cabo un conmovedor diálogo entre el Señor y un alma dispuesta a recibir uno de los regalos más sagrados: un hijo. Con amor inmenso, Dios pronunció palabras que trascienden el tiempo y el espacio: «Te prestaré un hijo mío para que lo ames mientras viva». Una promesa que encierra un tiempo incierto, un tiempo que puede ser breve o extenso, pero que llevará consigo el cúmulo de emociones y experiencias que solo el amor filial puede brindar.
A continuación quiero compartir con ustedes una hermosa reflexión sobre la naturaleza del amor, ese sentimiento que nos impulsa a entregarnos sin reservas y a recibir con gratitud. Es una carta abierta al corazón, una invitación a ser partícipe de la vida misma, a explorar los recovecos más profundos de la existencia a través de una conexión única y especial con otro ser humano.
Te presto a un hijo
Y el señor dijo: Te prestaré un hijo mío para que lo ames mientras viva.
Podrá ser un mes, seis meses, siete años, diez, treinta años o más tiempo, hasta que lo llame.
¿Podrás cuidarlo?
Quiero que aprenda a vivir, he buscado un maestro y te he elegido a ti…
¿Le enseñaras? No te ofrezco que se quedara contigo, solo te lo presto, por un tiempo.
Por que lo que va a la tierra, a mi regresa.
El te dará ternura, alegría y todo el amor de su juventud.
Y el día que lo llame, tú no llorarás, ni me odiarás por regresarlo conmigo.
Su ausencia corporal quedará compensada, con los muchos y muy agradables recuerdos y con ello tu luto será más llevadero y habrás de decir con agradecida humildad
Hágase, Señor, Tu Voluntad y no la mía.
En cada hijo prestado, la vida se enriquece, el amor se multiplica y el alma se eleva. Es un regalo divino que, aunque efímero en tiempo terrenal, trasciende hacia la eternidad del alma. Y así, con la certeza de que la partida no es un adiós, sino un hasta luego, se cierra este capítulo lleno de amor y gratitud. Y el alma, agradecida, se prepara para recibir nuevos hijos prestados, con la certeza de que el amor es la mayor de las herencias y el lazo más fuerte que une lo terrenal con lo eterno.
La partida de un hijo es una experiencia inimaginablemente dolorosa, una herida que trasciende todo lo conocido. Es cierto que no es el orden natural de las cosas, y enfrentar este giro abrupto de la vida es desgarrador. Sin embargo, quiero recordarles que su amor por su hijo perdura en cada latido de su corazón y en cada recuerdo que atesoran.
Permítanse sentir todas las emociones que brotan en su interior, sin juzgarse ni exigirse ser fuertes en todo momento. El camino de la sanación es una montaña rusa de sentimientos, y está bien llorar, gritar, o simplemente quedarse en silencio. Cada lágrima es un testimonio del amor profundo que tienen por su hijo, y cada memoria compartida es un tesoro que perdurará por siempre.
No se sientan presionados por el tiempo o por las expectativas de los demás para «superar» el duelo. Cada persona transita este camino a su propio ritmo, y no hay una forma correcta de hacerlo. Permítanse recibir apoyo y amor de quienes los rodean, y si necesitan tiempo para estar solos, también es válido.
Aunque hoy la tristeza nubla sus corazones, mantengan en mente que la vida es un eterno ciclo de transformación. Con el tiempo, aprenderán a vivir con este dolor y encontrarán formas de mantener viva la memoria de su amado hijo. Dejen que la fe y la esperanza sean el motor que los impulsa a seguir adelante, sabiendo que, a pesar de la ausencia física, su hijo vivirá siempre en sus corazones.
«El amor que entregamos a nuestros hijos es un préstamo divino, una bendición temporal que nos llena de ternura y alegría mientras aprenden a vivir».
Por Aleja Bama