La muerte no existe. Las estrellas desaparecen tras el horizonte para levantarse sobre otras tierras, y siempre brillando en la enjoyada corona del cielo, resplandecen por siempre jamás.
La muerte no existe. Las hojas del bosque convierten en vida el aire invisible; las rocas se desintegran para alimentar el hambriento musgo que arraigó en ellas.
La muerte no existe. El polvo que pisamos se cambiará con las lluvias estivales en granos dorados, dulces frutas o polícromas flores.
La muerte no existe. Las hojas caen y las flores se marchitan y desaparecen, pero no hacen más que esperar durante las horas invernales el tibio y dulce aliento de mayo.
La muerte no existe. Aunque lloremos cuando las formas familiares que hemos aprendido a amar nos son arrancadas de nuestros amantes brazos. Aunque con el corazón destrozado y cubiertos con nuestros vestidos de luto llevemos sus restos insensibles a su última morada, y digamos que han muerto.
No, no están muertos. Sólo se han ido más allá de la niebla que nos ciega aquí, a esa nueva y más amplia vida de esferas más serenas. No han hecho más que dejar caer su vestido de arcilla para ponerse una túnica resplandeciente; no han ido muy lejos, ni se han perdido ni partido. Aunque invisibles para los ojos mortales, todavía están aquí y nos siguen amando.
Y nunca olvidan a los seres queridos que han dejado atrás. Algunas veces sentimos en nuestra frente afiebrada la caricia de su mano o un hálito balsámico. Nuestro espíritu los ve y nuestros corazones se consuelan y tranquilizan. Si, siempre cerca de nosotros, aunque invisibles, están nuestros espíritus queridos e inmortales.
Porque en todo el ilimitado Universo de Dios hay vida, y la muerte no existe.
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