Tus familiares morirán. Tu pareja, tus amigos, tu madre, tu padre, incluso tus preciosos hijos. Tu propio cuerpo dejará de funcionar, y esto podría suceder más temprano que tarde.
Nos gusta pasar por alto este hecho, tratamos de no pensar en ello, calificamos este tema como «deprimente» o ‘negativo’, o «demasiado oscuro». ¡Olvídalo! decimos, tratando desesperadamente de ahuyentar cualquier tipo de terminación, (como si se tratara de un enemigo) en nuestra consciencia, enterrando el dolor en el lodo: la tristeza, los anhelos, los miedos, el miedo a la eternidad.
Nos distraemos con los asuntos del día, y con palabras vacías, y con «pensamientos positivos», y con religiones basadas en el miedo y promesas de segunda mano; y mantenemos una falta de disposición para enfrentar la naturaleza y sus ancestrales formas.
Luchamos por controlar nuestras vidas aún más ferozmente y nos agotamos a nosotros mismos tratando de sentirnos a salvo.
Porque acechante, debajo de nuestra frivolidad, nuestras distracciones, nuestros intentos por controlar lo In-controlable… la ansiedad sigue retumbando. Y retumban también los ancestrales miedos a lo profundo, el fantasma de la pérdida, la certeza de la transitoriedad de todas las cosas, a menudo cuanto menos lo esperamos, cuanto menos lo queremos, o cuanta menos confianza sentimos, o cuanto menos preparados estamos.
Pero como todos los grandes maestros a través de todos los tiempos nos han recordado: la muerte es una parte del gran ciclo de la vida, y la impermanencia está integrada en el corazón mismo de nuestra experiencia humana, y nada es seguro, excepto la incertidumbre, nada ha sido realmente prometido, excepto «lo que es», y pasamos por alto ese ciclo bajo nuestro propio riesgo.
Todo está ardiendo, como enseñó el Buda, e incluso Cristo contempló la muerte y la decadencia en el ojo, y en un mayor o menor grado, todos contemplamos la muerte para poder valorar la vida, para sentirnos completamente vivos, para conocer nuestro lugar en la inmensidad del cosmos.
Evitamos mirar de frente a la muerte realmente para evitar nuestra propia angustia. Pero permitir que nuestros corazones se rompan, se suavicen, se sumerjan profundamente en la certeza de que todo decaerá, que todo pasará, que todo se desmoronará, puede ser el gran portal hacia el despertar.
Simplemente dejamos de dar todo por sentado. Dejamos de vivir en el mañana y entramos en comunión con el día que estamos viviendo.
Dejamos de buscar nuestra felicidad en el futuro, aferrándonos a las promesas de alguien más, y comenzamos a abrirnos hacia una felicidad más grande que está basada en la presencia, y en la verdad, y que permite tanto la llegada como la retirada de todas las cosas, que acepta las pequeñas muertes conforme se dan día a día: las decepciones, las pérdidas, las expectativas destrozadas, los adioses.
Lo inesperado se convierte en nuestro amigo, un fiel acompañante. Nos abrimos a lo agridulce, a la fragilidad y vulnerabilidad absoluta, nos abrimos al regalo de cada momento, al regalo de cada encuentro con un amigo, un amante, un extraño.
Cada momento se vuelve sagrado, santo, porque podría ser el último. Esto no le resulta deprimente al corazón, sino liberador, nutricio. Porque ahora estamos libres, libres para realmente vivir, y amar, y entregarnos plenamente a la existencia.
Cada instante de contacto con una pareja, un amigo, una madre, un padre, un amado hijo, se ve como infinito, eterno.
Dejamos que nuestros corazones se rompan abriéndose hoy, asumiendo la pérdida en la grandeza del amor, acogiendo a cada ser mientras recorremos nuestros caminos, aprendiendo a valorar nuestra fisicalidad aunque se esté consumiendo, aunque sea efímera, aunque esté llegando a su término incluso en cada nuevo comienzo. Como Eckhart Tolle nos recuerda: «Hasta el Sol ha de morir».
Todo es una ilusión, e ilusión no significa «irreal», sino «transitorio», algo que pasa en nuestra presencia, algo que no dura mucho tiempo, y que por esa misma razón resulta completamente adorable.
A través de contemplar la muerte en los ojos, descubrimos una felicidad que no depende de la forma, y comenzamos a soltar el miedo fundamental que sentimos en esta vida.
Encontramos a Dios -la presencia del amor, la luz, la consciencia, la eternidad- en el medio de nuestros días «ordinarios», a través de las ganancias y las pérdidas, el placer y el dolor, las tristezas y las más profundas de las alegrías de esta loca, hermosa experiencia humana.
El amor verdadero contempla y acoge la perdida de lo amado, así como cada saludo verdadero contiene su propio adiós, y como el cielo acoge todas las estrellas.
«Te amo, amigo, y no siempre estaré bajo esta forma, ni tú tampoco, pero estamos aquí, juntos, ahora… «
Por Jeff Foster