Las razones por las que los niños quieren dormir en la cama de los padres son diversas, puede ser por apego, puede ser por los miedos que tienen, miedo a la oscuridad, miedo a algún ruido extraño, temor a sentirse solos o alguna pesadilla; por el motivo que este fuera, a los niños les encanta pasarse a la cama de los padres.
La cama de los padres tiene un imán, tiene una magia, algún somnífero, un polvo misterioso de amor impregnado en las almohadas, que hace que los niños se duerman inmediatamente y que la peor de las pesadillas, el más tembloroso terror nocturno, desaparezca.
Ahí llegan, llevados por padres agotados, o por su propio pie, todos sudados y asustados, pajaritos a volar de noche a caminar por los pasillos de la casa, hasta que lleguen al lugar de los lugares. Una cama con sábanas suaves y el olor de los progenitores. Caen como moscas a dormir tranquilos.
En la cama de los padres, el último refugio de los miedos, la paz es absoluta y total.
A la mañana siguiente los padres fingen que les importa, y le dicen a su hijo: «fuiste para nuestra cama otra vez» ¿Cuándo es que aprenderás a superar los miedos y a dormir solo? «Tienes que crecer», pero la verdad, es que ni miran a los ojos de los hijos cuando dicen estas cosas, y sienten temor de que descubran que en ese breve regreso al nido, a la cuna inicial, los padres se llenan de amor y ternura y también ellos se escudan en sus inquietudes.
Un cuello caliente. Una manita gordita en nuestro pelo. Un pie de regreso a la costilla de la madre. La respiración tranquila en la funda compartida.
El deseo secreto de que el nido quede así para siempre y que la mañana tarde mucho en llegar.
Que el polvo misterioso de amor de las almohadas preserva para siempre estas excursiones nocturnas de mimo que no son más que un inteligente presagio, de una nostalgia inmensa, de los mejores días de esta vida.
-Rita Hierro Rodríguez-