A menudo nos enfrentamos a decisiones difíciles, especialmente en lo que respecta al matrimonio y el divorcio. En el contexto de las relaciones familiares surge la voz de una madre que reflexiona sobre el concepto de fracaso. A través de la perspectiva de sus hijas y las voces maternas que las precedieron, exploramos la resistencia al divorcio, las imposiciones generacionales y los mandatos arraigados que influyen en las decisiones de permanecer en relaciones tóxicas.
Una madre reflexiona sobre el hecho de que ninguna de sus hijas ha atravesado el proceso del divorcio, a pesar de ser consciente de su infelicidad al compartir la vida con hombres que las engañan. Observa cómo, al igual que ella, sus hijas parecen marchitarse en estas relaciones. Sin embargo, la madre asocia el divorcio directamente con el fracaso y aconseja a sus hijas a no separarse, argumentando que es el padre de sus hijos.
Otra perspectiva materna se revela cuando una madre reconoce la peligrosidad y la violencia del compañero de su hija, previendo el daño que podría causar a sus nietos. A pesar de ello, la hija se encuentra atrapada en el mandato materno y sumida en el miedo.
Los hijos «salen mal» cuando los padres se separan o cuando no hay un hombre en casa, una noción transmitida a través de generaciones. Aunque estas mismas generaciones han experimentado matrimonios tóxicos plagados de pleitos, violencia, alcoholismo e infidelidades, persiste la defensa de la permanencia en uniones aparentemente eternas, donde la imagen de tener a un hombre en casa se valora sobre la calidad de la relación.
Se revela la orden y condena para muchas mujeres que se fueron siendo niñas o adolescentes, quienes, al enfrentarse a las complejidades del amor y la convivencia, se sienten asustadas y sin un lugar al cual regresar.
La pregunta clave surge: ¿Por qué no se separan de relaciones tóxicas y dañinas? La respuesta se entreteje en una compleja red de motivaciones. En primer lugar, se sugiere la posibilidad de que el matrimonio inicial pudo haberse forjado más por el deseo de complacer a los padres y ganar su orgullo que por un compromiso genuino. Las tradiciones religiosas y culturales de la familia también pueden haber influido en esta elección, proporcionando un descanso a los padres al ver a sus hijas casadas.
En segundo lugar, el temor de causar dolor a los padres, la percepción del divorcio como un fracaso y el miedo a ser excluida y juzgada perpetúan la permanencia en relaciones desgastantes. La continuidad de la aprobación parental y la preservación de un lugar social y mirada positiva contribuyen a la resistencia al cambio.
La narración se expande al ámbito de la experiencia terapéutica, donde la muerte de un padre o madre a menudo desencadena la liberación de los mandatos familiares. La persona, sea hombre o mujer, al sentirse libre del mandato impuesto por sus padres de permanecer juntos, inicia el proceso de divorcio como una vía hacia la sanación personal.
Sanar, entonces, implica una revisión profunda de los mandatos paternos, creencias arraigadas y la evaluación crítica de si en el sistema familiar está permitido el divorcio bajo cualquier circunstancia o si representa una transgresión a límites impuestos.
Toda relación de pareja debe fundamentarse en el amor, respeto y voluntad mutuos para crecer, sanar y construir juntos. Cuando estos cimientos fallan y el pacto no es compartido por ambos, el paso necesario es soltar y emprender el camino hacia la sanación personal. Es esencial recordar que, en ausencia de un espacio que fomente el florecimiento de los hijos, tomar decisiones difíciles se convierte en una necesidad imperante para preservar el bienestar emocional y la salud mental.
Por Aleja Bama
